Cafés Cantantes de La Unión en el archivo municipal

La bibliografía existente para analizar asunto tan sugestivo en el marco local cuenta con la aportación de Asensio Sáez «Pasos por los Cafés Cantantes de Cartagena y La Unión» (Asociación de la Prensa de Murcia-BCH, 1992). Sin embargo, los resultados de la investigación que presentamos se fundan -casi exclusivamente- en el exhaustivo aprovechamiento de la documentación conservada en el Archivo Municipal de La Unión. En ello consiste la novedad del estudio, si la hubiere.

Es preciso dejar sentado que el tesoro de la historia del cante en La Unión no se encierra en un solo cofre, éste del idealizado «ciclo de los cafés cantantes» (hoy sólo me ceñiré al análisis de esta parcela). Además, por lo que alcanzamos a saber, el flamenco también debió hallar cobijo en la fiesta privada y en los escenarios teatrales.

En el transcurso de la investigación debimos bajar a los infiernos del desamparo del alma -en su versión unionense- para encontrar algunos escenarios del cante. Actuaron como nuestros guías en este periplo a la luz de la luna los -probablemente- mejores conocedores de la noche unionense de hace ciento veinte años. Sólo gracias a ios extractos de sus informes de rutina ha sido posible identificar como «cafés cantan- tes» algunos de aquellos establecimientos perdidos en el océano de aguardiente de la villa minera. 

Se trata de los activos miembros de las fuerzas de orden público: agentes de la Guardia Municipal, patrullas de la Guardia Civil y sufridos serenos de barrio, ojeadores, mirones y fisgones oficiales, rastrea- dores de la furtiva luz de quinqué en la boca de lobo de «la ciudad que nunca dormía…». 

Junto a ellos, en La Unión, a finales del siglo XIX, con una población de casi 30.000 habitantes, el universo del «café cantante» componía un cuadro abigarrado que acogía a guitarreros y guitarristas, cafetineros bajo sospecha, periodistas antiflamencos, bebedores sin tregua, camareros forajidos, señoritas generosas de múltiples talentos, un «Manco» criminalmente diestro, billaristas y camorristas, sufridos «cantaores», horchaterías con servicios adicionales y algún carnívoro cuchillo.

Descubierto el argumento, pasemos a la acción. ¡Arriba el telón!, ¡comienza la función! 

En el último cuarto del siglo XiX, el concepto «café cantante» en La Unión consistía en un gran paraguas desplegado con generosidad que cobijaba diversas fórmulas en la variable combinación de su «oferta artística y bebestible». 

Para empezar, la denominación «café cantante» no es reconocida en la rígida catalogación de establecimientos comerciales radicados en el municipio mine- ro. Los registros de la llamada «Matrícula Industrial» unionense admiten -por otro lado- «cafés de sociedad», «bodegones», «tabernas», «ventas de vinos y aguardientes» y, en la base, el más modesto de todos ellos, el «café económico»; pero no «cafés cantantes» con todas las letras. 

Tal definición corresponde a una «apreciación» -ciertamente subjetiva- empleada sobre todo por autoridades, fuerzas del orden y prensa local atendiendo a la función estimada según la oferta de servicios que dispensaban aquellos locales. Hablamos -en la práctica unionense- de un lugar para el encuentro y para el consumo de alcohol, actividades amenizadas por espectáculos de diverso lustre. 

Marco tan amplio puede ser matizado. En efecto, teatro aparte, el panorama artístico-musical unionense tuvo otros escenarios. Durante las décadas de 1880 y 1890 las veladas ofrecidas en los «cafés cantantes» y «de cante» (orientación aflamencada de sus atracciones) fueron sesiones de orden eminentemente popular. Otro era el carácter de los espectáculos ofrecidos por los «círculos sociales»: Casino Minero, Círculo Industrial, Círculo Ateneo, Sociedad «El Progreso»…, de vocación más restringida, algo más elegantes y selectos, refugios de la pequeña burguesía local, que llegaron a presentar recitales de canto y conciertos de piano y guitarra.

Luego -entrado el siglo XX, concluido el «ciclo de los cafés cantantes» en La Unión -una nueva tipología de establecimientos tomaría el relevo: los «cafés conciertos» como los conocidísimos «Café Moderno» y «Café de Adolfo» en la oferta más distinguida, y el «Kursaal» en la vertiente cantarína músico-vocal. Punto y aparte para los «cafés de camareras», de nula trascendencia artística y abultada crónica pendenciera. 

Por lo que respecta a La Unión, atendiendo al interés de quienes escuchan, podemos decir que -aunque en nuestro suelo se tiende a identificarlos- no todos ios cafés cantantes debieron ser cafés de cante, aunque sí todos los cafés de cante deben ser considerados «cantantes». 

Un ejemplo. «Café cantante» fue «El Imperial», en calle Real n°129, cuyo responsable, José Calderón Egea, solicitó en 1896 licencia para establecer «cuadro de canto con piano». Pocos años más tarde, tras aquellos primeros pasos, el establecimiento poseía -en 1902- categoría de «bodegón». A pesar de tan poco rumbosa adscripción, el «bodegón con piano» de José Calderón figuraba también en la nómina de «cafés con camareras» denunciados por la Guardia Municipal, obligado al pago de 10 ptas. de multa por infracción de la legalidad. 

El contexto general donde se desenvuelven aquellas prácticas es el de la poderosa sociabilidad tabernaria unionense empapada en alcohol, poblada por «hombres mejor bebidos que comidos». En efecto, se ha contado el número de establecimientos que expendieron alcohol en La Unión a principios del siglo XX, unos 200 puntos de venta y consumo. Eran los necesarios para servir y apurar las 5.000 arrobas de aguar- diente de 20 a 25 grados que, según estimación municipal, libarían los unionenses en 1870 (aquella cantidad debió ser engrosada considerablemente en el estreno de siglo, duplicada la población del Municipio). 

Debido -precisamente- a la proliferación de aquellos locales ha resultado ciertamente ardua la tarea de distinguir o entresacar los espacios considerados «cantantes» a partir de los testimonios de la época. 

He examinado para ello más de medio siglo de los extractos de la correspondencia oficial del Ayuntamiento de La Unión entre los inicios de la década de 1880 y las vísperas de la Guerra Civil en lo relativo a informes de orden público (ramo que com- prendía al mundo del espectáculo). 

Como resultado de aquella revisión, apenas ha sido posible reconocer una decena de referencias de loca- les -con dueño identificado- señalados explícitamente, bien como «cafés cantantes», bien como escenarios para el cante, el baile o el toque de guitarra -más o menos despendolado- en el Municipio minero. 

Deben sumarse a esta reducida nómina las escuetas alusiones de la prensa local y de las Actas Capitulares (del Ayuntamiento) para el que la cantarína denominación resultó ser «concepto maldito», «tabú impronunciable»: hubo que esperar a 1900 -año de su clausura oficial- para que el Consistorio mentase por vez primera el término «café cantante», reconociendo la actividad de cinco de los mismos en la ciudad minera. 

Naturalmente, «son todos los que están», pero «no están todos los que son». Tan exigua cosecha sólo ofrece el valor del muestreo, la prueba del indicio («¿punta del iceberg?»). En efecto, casi exclusivamente nos llegaron noticias -por vía de denuncia airada- de los establecimientos que fueron escenario de conflicto. De los otros, de los «cafés cantantes» de pacífico discurrir y expediente impoluto (¿los hubo verdaderamente?) no sabemos casi nada. De modo que -por injusto que pueda parecer- sólo el recurso del altercado clamoroso ofrece certificado de garantía acerca de la cabal existencia de aquellos centros. 

No obstante, el cotejo de aquellas exiguas referencias con los registros comerciales y catastrales de La Unión nos permite obtener ciertos indicios y conclusiones sobre su actividad. Pues bien, poco, mucho o nada, esto es lo que hay.

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